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Agua Dulce, Santa Rosa | Texto. Juan Diego Godoy, Audiovisuales: Pavel Tuc y José Alvizures, Montaje: Irasema Méndez



La vida en la aldea Agua Dulce es especialmente tranquila. Hace mucho calor, pero siempre refresca la brisa, la misma que avisa si será un día despejado o si habrá lluvia o tormenta. “La brisa es sabia y nosotros hemos aprendido a interpretarla”, dice Dionisio, con calma, mientras se mece en una hamaca que ha colgado a las afueras de su humilde rancho. El hombre, que rasca los 40 años, viste solo con unos pantalones cortos. Luce una piel morena y lampiña, quemada por el sol, y un torso y brazos fornidos, de tanto remar y pescar. Acaba de despertarse de una siesta.

Alrededor del rancho de Dionisio, solo hay agua, manglares y silencios interrumpidos por el canto de algún ave o el tenue oleaje del canal. Y es que la familia de Dionisio vive en un pequeño islote dentro de la Reserva Natural de Usos Múltiples de Monterrico (RNUMM), en el departamento de Santa Rosa. Su única vía de comunicación es a través del agua, por lanchas o cayucos. Ni siquiera la señal del teléfono es estable. Tienen energía eléctrica gracias a un panel solar que instalaron hace poco y que les permite encender unas lámparas por la noche. Nada más. Si bien están tan solo a unos 5 kilómetros de distancia de otras aldeas y pueblos que cuentan con internet, teléfono, electricidad y agua potable, ahí dentro parecen vivir en otra época; los bienes básicos son lujos a los que los pobladores no pueden acceder todos los días.

Dionisio es pescador y salinero. Son las únicas dos profesiones de las que viven los habitantes de Agua Dulce, una de las cinco aldeas que existen dentro de las 2,800 hectáreas que ocupa la reserva. Allí todos pescan, sobre todo en la Laguna Ramo Verde, que queda a pocos minutos en lancha de los islotes y que alberga una gran variedad de peces y crustáceos. Y mientras no pescan, se dedican a producir sal de manera artesanal. “Son las dos cosas que hacemos por aquí. Mi abuelo era pescador y salinero, mi papá aprendió de él y yo también. Mis hijos se van a dedicar a eso, creo”, dice Dionisio, con orgullo, mientras continúa meciéndose en su hamaca.

El rancho del salinero es sencillo. El área donde está la hamaca las hace también de cocina al aire libre, sala y vestíbulo. La única habitación de la casa también está atiborrada de hamacas y un par de mesas. Nada más. El resto del terreno está lleno de pequeños montículos de sal, cubiertos con plástico –también conocido como “nylon negro” – y un área descampada “para que corran los niños y los perros”.

Sal, el oro blanco

La sal de Agua Dulce es muy buena. De acuerdo con expertos, en un entorno cuidado como son las salinas litorales, en los que además tiene lugar la rápida acción del sol y el viento, se generan unos cristales muy delicados de varios tipos de sales marinas, como el cloruro de sodio, el cloruro de magnesio, el cloruro de potasio y otros oligoelementos. “Si la sal convencional tiene un 99,7 por ciento de sodio, la sal artesanal puede tener solo un 99,2 por ciento, lo que la hace mucho mejor y más sana, puesto que cuanto mayor sea el porcentaje de otros elementos diferentes del sodio, mejor es la sal”, explican en un artículo publicado por la Fundación Tierra.

Eso es justo lo que sucede en Agua Dulce. A las orillas del islote de la familia de Dionisio, todo huele a sal; la arena negra que rodea al rancho se viste con una capa blanca, muy fina. Es sal. “En las salinas artesanales a base del trabajo solar de evaporación es donde se obtiene la sal de mayor calidad. Si se deja que los estanques o bahías poco profundas –como las de Agua Dulce– se evaporen y se sequen naturalmente, se formarán cristales de sal”, explican expertos en un artículo sobre la producción de sal artesanal publicado por la salinera Morton Salt en 2019, titulado “Salt Production and Processing”. Estos cristales resultantes se cosechan y, según los requisitos, pueden simplemente envasarse y estar listos para la venta, o pueden estar sujetos a rondas adicionales de procesamiento, tales como lavado, tamizado y clasificación. “Este proceso natural es el método más antiguo de producción de sal y aunque todavía se produce algo de sal de acuerdo con métodos antiguos, se han desarrollado nuevos métodos que se utilizan habitualmente, ya que son más rápidos y menos costosos”, concluye el artículo de Morton Salt.


Esa conclusión resuena todos los días en la cabeza de Dionisio y las demás familias salineras de Agua Dulce. Cada vez es más ardua y costosa la producción de sal artesanal de la manera en que la han hecho, por generaciones, los habitantes de esos islotes. Aunque no siempre fue así.


Radiografía de un pueblo salinero

La idea de hacer de la sal un estilo de vida y un negocio no era mala. Al contario, supuso una gran oportunidad. De hecho, por esa razón los fundadores de la aldea Agua Dulce se asentaron en los islotes ricos en sal. Comprendían que los usos de la sal son múltiples y variados, como condimento culinario, como conservante de alimentos y hasta como medicina. Por eso, los primeros pobladores vieron una oportunidad de comercio en aquellas tierras ricas en sal y decidieron asentarse allí. El negocio despuntó y conforme fueron mejorando la técnica de la sal artesanal, descubrieron que mientras viajaban a otras aldeas para venderla, podrían aprovechar el trayecto para pescar algo, y así venderlo también. Los aldeanos de Agua Dulce identificaron las zonas de la reserva con mejor calidad y cantidad de peces y aprendieron a cazarlos. Se alejaron de las zonas donde habitan los caimanes y colonizaron –por llamarle así– los islotes más ricos en sal. También aprendieron a tratar la madera de mangle. Construyeron sus casas con mangle y sus ranchos con hoja de palma. Aprendieron a vivir con lo justo; el sol del día, la brisa fresca de la noche, el agua del canal y la paz de la reserva. Se enamoraron, se casaron y tuvieron hijos.

Así, el negocio de la sal y la pesca creció hasta que a principios de siglo, las aldeas aledañas comenzaron a tener otra oferta más accesible: la sal que vendían las abarroterías y supermercados que comenzaron a proliferar gracias a la importancia de la zona y al turismo. Las playas de Monterrico son muy visitadas por los capitalinos y extranjeros, que han construido chalets, hostales y hoteles, y la misma reserva RNUMM es un destino turístico popular, sobre todo entre julio y diciembre, que es la temporada de incubación y liberación de tortugas marinas al mar. Poco a poco, Agua Dulce comenzó a perder clientela y los costos comenzaron a aumentar. Varios desistieron y migraron. Pocos se quedaron, por convicción, sin saber que lo peor aún estaba por llegar, en 2020.


Vivir a la periferia

El resto de aldeas dentro de la RNUMM no son como Agua Dulce. El Pumpo, La Avellana, La Curvina y Monterrico son aldeas y pueblos mucho más conocidos, que tienen cientos de habitantes y cuya actividad comercial es más diversa. Además, están mucho mejor comunicadas, ya sea vía terrestre o marítima y cuentan con todos los servicios básicos. Viven de la pesca, sí, pero también del turismo, la artesanía y la construcción.

Pero eso a Dionisio parece importarle poco. Él así ha crecido y lleva toda su vida viviendo un tanto aislado, navegando por el largo canal cada vez que necesita algo. “Los habitantes de Agua Dulce suelen ir mucho a la Aldea Papaturro, que es la más cercana fuera de la reserva, para conseguir víveres, ir a un centro de salud, a la iglesia y a comerciar sus productos”, explica Samuel Cristales, guardarrecursos de la RNUMM y originario de Papaturro. Cristales conoce a Dionisio y a toda su familia. Los visita de vez en cuando, cuando hace sus rondas de vigilancia como parte de su trabajo como guardarrecursos.



La esposa del pescador no presta atención a la entrevista. Prepara algo en la cocina mientras un par de perros callejeros juegan con tres niños en un descampado de arena. “Son de las pocas familias que no se han ido de Agua Dulce”, comenta el guardarrecursos, mientras Dionisio asiente, en la hamaca. De acuerdo con un conteo aproximado –porque no hay cifras oficiales– en la aldea solo quedan “unas diez familias”, entre ellas la de Dionisio.

Si bien vivir en Agua Dulce ya tiene sus retos, la pandemia por el Covid-19 que estalló en marzo de 2020, llegó a complicar más la situación. Las familias de la aldea dejaron de visitar las aldeas aledañas por miedo al contagio, pues no cuentan con centros de salud ni farmacias dentro de los islotes que conforman la aldea. “Se quedaron atrapados, literalmente, por la pandemia. Por eso, cuando llegaron las vacunas y las cosas se calmaron, mucha gente decidió irse. Bueno, por eso y por el negocio: muchos se cansaron de trabajar la sal porque ya no les da buenas ganancias”, explica Cristales. Las familias de Agua Dulce venden cada libra de sal artesanal (400 gramos) a Q3, mientras en los principales centros comerciales de aldeas aledañas como Monterrico, los 400 gramos de sal cuestan Q2 y los 900 gramos cuestan Q2.75, aproximadamente.

Además, de acuerdo con estudios sobre el proceso de captación y refinación de la sal, los costos de producción para la sal artesanal “se multiplican por veinte respecto a las salinas mecanizadas porque con una máquina se recoge en un día la sal que recoge un hombre a mano en un año”, explica el periodista Mark Kurlansky, coautor de una investigación titulada “Sal: historia de la única piedra comestible”.


Sin embargo, los retos para los pocos habitantes de la aldea van más allá de vender sal artesanal. La pesca también es cada vez más competitiva, sobre todo porque en la reserva ya no se permite cazar en grandes cantidades. Además, por ejemplo, la única escuela que queda cerca de la aldea, mantiene sus puertas cerradas desde marzo de 2020. “Los niños llevan desde que empezó la pandemia sin ir a clases”, dice Cristales. ¿Y qué han hecho mientras? Dionisio sonríe. Asegura que les ha enseñado a pescar, a manejar la lancha de motor de la familia, a navegar por el canal “con cuidado” y, por supuesto, a hacer sal.

Mientras tanto, los tres hijos de Dionisio –de 10, 7 y 5 años– siguen corriendo por el rancho. Juegan y hacen travesuras. El más pequeño empuja a uno de los perros al canal y éste sale rápidamente. Ladra y ellos ríen. Luego, como si hubiesen escuchado la conversación, se suben los tres a la lancha y encienden el motor. Entre risas, se alejan rápidamente del islote y se pierden por los manglares. “¡Mire ahí van! Ellos ahora ya conocen todas las rutas del canal. Yo les he enseñado a ubicarse”, dice orgulloso Dionisio, tumbado en la hamaca, dibujando con una mano una ruta invisible dentro de la reserva y con la otra, se toca el estómago y se rasca el ombligo. Tiene hambre. Pronto, saldrá a pescar con sus hijos, que crecerán para ser salineros y pescadores. Quizás los últimos de Agua Dulce.